Cita en Hawaii

«A veces el amor tiene caricias frías, como navajas de barbero.»

Lo nuevo de Antonio Orejudo

No hace mucho que está en las librerías la nueva novela de Antonio Orejudo, autor a quien ya sabéis que admiramos y con quien, en otras ocasiones hemos tenido el placer de pasear por las playas de Hawaii (aquí y aquí). Se trata de Un momento de descanso (Ed. Tusquets, 2011), obra cuyo humor casi todo el mundo coincide en ensalzar como rasgo más destacado, pero que a mí me interesa más por su amarga lucidez. Y por la anagnórisis. Me explico.

Más allá de la trama novelesca, esa historia, por momentos ciertamente desopilante (inolvidable el episodio de cómo se «pierden» dos versos del manuscrito original del Poema de Mio Cid en la Biblioteca Nacional), de dos viejos amigos que vuelven a encontrarse al cabo de los años, y más allá de la facilidad con que parece escrita -otra vez; ya parece marca de la casa-, con Un momento de descanso me encuentro ante una de esas novelas que obran el milagro de expresar, negro sobre blanco, cuestiones que en algún momento me han preocupado, reflexiones que en más de una ocasión me han puesto delante de un espejo en el que no me ha gustado verme reflejado.

Así, los dos asuntos fundamentales que plantea Antonio Orejudo son, de un lado, el desprestigio de las Humanidades en general, y de la Filología en particular:

Filología Hispánica aún no se había convertido en una carrera de saldo, aún no era la licenciatura de los que no pueden estudiar algo más serio por falta de capacidad o de nota media. Cuando nosotros entramos en la universidad, Filología Hispánica era todavía una disciplina en la que se matriculaban no sólo quienes no servían para las ciencias, sino también jóvenes de cierta cultura, chicos a los que les interesaban de verdad las letras, y que habían leído bastantes libros para su edad.
Las cosas ya no son así, el mundo cambia, ya lo sé. Pero no es eso lo que me asombra: lo que me maravilla es la velocidad con la que se produjo aquel cambio. Aunque más que un cambio, lo que hubo en la década de los ochenta del siglo pasado fue una inversión de valores que nos pilló a contrapié. Filología Hispánica, las Humanidades en general, que todavía resultaban apetecibles cuando empezamos a estudiar, dejaron de ser sexys en menos de cinco años, antes de que termináramos la carrera.
En realidad el mundo había empezado a cambiar mucho antes. Antes incluso de que entráramos en la universidad. Pero no nos dimos cuenta. No lo advertimos por ceguera y sobre todo por soberbia: nos sentíamos cómodamente instalados en un saber que no había sido cuestionado en cinco siglos y que iba a seguir vigente, estábamos seguros, al menos otros cinco siglos más. […] Pero no faltaban indicios de lo contrario. Otros, menos ciegos que yo o más humildes, los vieron y supieron interpretarlos. Lo que nadie se imaginó fue la velocidad a la que se produjo aquella revolución. En menos de cinco años el estudio de la literatura, esa tarea a la que habíamos consagrado nuestros años universitarios, pasó de ser una prestigiosa ocupación cuya utilidad nadie cuestionaba a considerarse una disciplina inútil que sólo conducía a la frustración y al paro. (págs. 110-111)

Como reverso imprescindible, el papel de las ciencias a la hora de explicarse el mundo, aquella tarea antaño reservada a los studia humanitatis:

Los humanistas seguían empeñados en trabajar con textos. Textos que comentaban otros textos, que a su vez glosaban otros más remotos, en una espiral hacia arriba que les había hecho perder el contacto con el mundo empírico. Tenían una idea decorativa del mundo. Creían que todo era un relato, que el capitalismo era un relato, que las relaciones humanas eran relatos, que el supermercado era un relato, y se ponían a comentarlo. Sujeto, verbo y predicado. En cierto modo era conmovedor. Pero qué le vamos a hacer; era la única manera que tenían de comprender el mundo, convirtiéndolo en textos, en relatos, y luego aplicándole ese método de análisis que venía de la retórica romana.
Cuando aceptaran sin miedo, como él empezaba a hacer, que el mundo no tenía nada de texto, sino que era un flujo incoherente y contradictorio, desigual, desproporcionado, caprichoso, inmotivado y absurdo, sin ideas fuerza, con cabos sueltos, deshilachados, sin corrientes de sentido, con intereses contradictorios, sin centro ni márgenes, amorfo, hipertrofiado aquí, pero atrofiado más allá, cuando aceptaran eso, habrían empezado a comprender la verdad. Los humanistas, sus colegas, él mismo, todos ellos, que un día fueron la vanguardia del conocimiento, no tenían hoy nada que aportar al mundo. Por eso empleaban una jerga incomprensible y desdeñaban las exposiciones claras de asuntos complejos. Huían de la claridad, porque sabían que la luz es la enemiga de la superchería. (págs. 72-73)

Hay que ser muy lúcido y muy humilde, y más siendo profesor de literatura en la universidad, para atreverse a exponer en semejantes términos una cuestión de este calado, y Antonio Orejudo lo hace sin olvidar añadir unas gotas de ironía a sus planteamientos. Yo, por mi parte, en más de una ocasión, y en más de dos, he tenido la oportunidad de discutir este asunto con varios y buenos colegas, y la conclusión siempre me produce desasosiego: en cuestiones científicas, los «de letras» somos prácticamente analfabetos, y sálvese quien pueda. Nunca faltan en el claustro compañeros de Matemáticas, de Física, de Biología, con los que compartir un rato de charla acerca de una novela, una pieza de teatro, una lectura cualquiera. Ponte tú ahora, con toda tu filología a cuestas, a conversar con ellos sobre física cuántica, agujeros negros, teoría del caos o aceleradores de partículas sin hacer el ridículo. Repito: sálvese quien pueda, porque yo me hundiría en el océano de mi ignorancia.

Pero el motivo principal de su malestar era que al lado de aquellos científicos, oyendo sus conversaciones, se sentía un ignorante y un impostor. Al contrario que la mayoría de los humanistas, que habían sepultado su curiosidad bajo un manto de desdén y que presumían de no leer ciencia o de no entenderla, Cifuentes admiraba a aquellos físicos y neurobiólogos aficionados a la literatura y capaces de mantener una conversación de cierta profundidad sobre (pongamos por caso) los fundamentos del arte contemporáneo. ¿Qué colega suyo en el Departamento de [sic] podía decir siquiera cuáles eran los principios generales de la física cuántica? Y sin embargo, eran ellos, los pobres científicos, quienes tenían fama de incultos. Los humanistas habían sido más astutos y se habían apropiado del término intelectual. (págs. 71-72)

Precisamente, hace un par de semanas, Luis María Ansón, en su sección «Primera Palabra», que ocupa cada viernes la tercera página de la revista El Cultural, abordaba este tema en «La cuarta pata de la cultura», donde decía:

Un hombre culto, en este siglo atónito que vivimos, no puede desinteresarse de la física cuántica, del legado de Einstein, de los agujeros negros o de gusano, del tiempo curvo, de los hallazgos de Stephen Hawking, de la nueva matemática, de la inteligencia extraterrestre, de la biología molecular, de la bioquímica o de la genética molecular.

Y sin embargo… Expresémoslo de otro modo: un estudiante del bachillerato científico podría cursar una carrera de letras sin mayores dificultades; el caso contrario se me antoja ciertamente peregrino, por decirlo en términos amables.

Evidentemente, habría bastante que discutir en todo esto; nada existe que no admita sus buenas matizaciones, y mucho habría que argumentar sobre, pongamos por caso, la responsabilidad de las ciencias, tanto en su vertiente teórica como en sus aplicaciones prácticas, en la degradación de la naturaleza en gran parte del planeta, o en la creación de posibilidades de exterminio y aniquilación de la vida antaño reservadas solo a los dioses. Vivimos más y mejor y con más salud gracias a los avances científicos, quién lo duda, pero hemos perdido el misterio, y las certezas no nos han dado tranquilidad para afrontar el tránsito por la vida. En fin…

Hablaba antes de anagnórisis. «Y si esta historia os parece corta…», como decían los Payasos de la Tele, un último apunte: este de aquí abajo podría ser yo mismo hace veintimuchos años:

Acabábamos de matricularnos en Filología Hispánica. Debíamos estar en primer curso. Yo habría querido estudiar literatura, pero cuando se lo dije a la administrativa que estaba al otro lado de la ventanilla, ella me miró con lástima por encima de las gafas y me dijo que la carrera de Literatura no existía como tal, que lo más parecido a eso era Filología Hispánica. A mí el nombre no me sonó mal y di el visto bueno. (pág. 110)

Ni siquiera es que el nombre no me sonara mal, es que no quedaban más cojo***, porque era lo que había. Y es verdad que te miraban con una mezcla de sorna y conmiseración cuando llegabas diciendo que querías estudiar Literatura. Como si pensaran: «Angelito, menudo infeliz…»

En lo que mi experiencia no coincide con la de los personajes de la novela es en que yo no puedo decir que no me lo advirtieran. Octubre de 1983, primer día de clase en Primero de Filología Hispánica, en la Facultad de Filosofía y Letras. Clase de Literatura Española (Edad Media, para ser exactos) con don J*** M******, el catedrático, hombre de edad provecta y carácter nada fácil. Las primeras palabras que nos dirigió alguien en la carrera fueron (léanse en voz estentórea y tono iracundo): «¿Qué coño hacen ustedes aquí? ¿Por qué no están estudiando Informática? ¿Es que no saben que la Informática es el futuro? ¿Es que no les gusta comer caliente tres veces al día?» Nosotros, podéis imaginar, nos mirábamos unos a otros, sin saber qué hacer, perdidos entre el desconcierto y el acojone. «No digan luego que no se les advirtió», cerró la filípica. Y no le faltó razón. Como bien apunta la novela, esos fueron los años en que las Humanidades «dejaron de ser sexys», aunque el desprestigio tardaría aún algunos años en consumarse. Y así, hasta llegar al desierto en que, como condenados por la ira de Dios, deambulamos. Nosotros, que también hemos pasado a ser maestros en el erial.

Aún guarda la novela, en sus escasas doscientas cuarenta y una páginas, espacio para otros temas, como el de las minorías (la «dictadura de los oprimidos», pág. 90), la situación de la universidad, el falseamiento de la historia, o la transformación nada inocente de la sociedad española durante los años de la Transición. Sobre esto último, me despido con una cita espléndida que refleja una situación que se dio en la enseñanza pública y cuyas consecuencias, en algunos casos, aún colean:

Cuando el partido ganó las elecciones del 82, no se olvidó de quienes le habían sido fieles: atendió las reivindicaciones de los compañeros penenes y los convirtió a todos en funcionarios de carrera. Aquellos jóvenes de la Transición comprendieron muy pronto que los partidos políticos además de expresar el pluralismo ideológico en una sociedad democrática, son también una manera de ayudarse los unos a los otros, una garantía de que en su seno, como dice el himno del Liverpool, nadie camina solo. (págs. 103-104)

Aloha.

P.S.: Por cierto, Antonio Orejudo presentará la novela ante el público malagueño el próximo jueves 9 de junio, a las 20:00 horas, en el Salón de Actos del MUPAM (Museo del Patrimonio Municipal, Paseo de Reding, 1). A ver si alguien se anima, hombre.

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8 pensamientos en “Lo nuevo de Antonio Orejudo

  1. Y yo que sigo teniendo la sensación de estar interpretando el papel equivocado… Pero sí, tienes razón: el uno no consiguió quitarnos el gusto por la Filología, el otro nos proporcionó una cita memorable, y el otro… Bueno, el otro es para echarle de comer aparte; lo digo porque no hay forma de que quedemos los tres para cenar, vaya, qué tío más ocupado, caray.

  2. Juan Miguel en dijo:

    Hablo en serio; ya sabes que no me he caracterizado por la «exquisiteces». ¿Cuántas veces has oído a uno de ciencias tener una conversación científica? ¿Algo que no pudes encontrar en el Muy Interesante?
    Hablando de otra cosa, pero de lo mismo; citaste a Don J*** M******, quien no logró quitarnos nuestro interés por la filología; pero tuve a otro profesor en la Facultad, éste, de latín, quien dijo algo que nos subió la moral. Precisamente salió en clase el tema de la utilidad o no de determinados estudios y especialidades universitarias, como la que él impartía, y que hoy tiene el certificado de defunción ya apurgarado; y dijo «Nosotros somos el lujo que las sociedades civilizadas se tienen que permitir para llamarse ‘civilizadas’». Toma ya. Y citando a otro sabio, gamberro e íntimo amigo: «¡Paso a la civilización!».

  3. No me puedo creer que me tenga que ver en la tesitura de defender… a los de ciencias. Y menos de un pitbull con ganas de guasa.
    Heme aquí de nuevo ante la disyuntiva: ¿en guasa o en serio? Conociéndote -y conociéndome-, seguro que es en guasa, pero… ¿y si esta vez fuera en serio? Hummm. Por si ese fuera el caso, estoy de acuerdo en que, para disfrutar de las cosas, no hay que ser un experto en ellas: no sé cómo se ha diseñado ni cómo se ha fabricado mi coche, ni mi portátil, pero eso no me impide disfrutar de ellos. Pues justamente esa debe ser -digo yo- el nivel de la experiencia literaria para alguien que no se dedica a vivir de ella, ¿no crees? Con lo cual entraríamos en otro debate: hasta qué punto el disfrute artístico queda mediatizado por el nivel de (iba a poner «competencia», pero me ha dado repelús) conocimiento y dedicación profesional del oyente/lector/espectador.
    Pero, como digo, ese es otro debate.

    Por cierto, una alegría tenerte de nuevo por aquí, brother. Te echaba de menos, aunque no te lo creas. Un abrazo.

  4. Juan Miguel en dijo:

    Hace tiempo que no leo uno de tus posts enteros y has tenido la habilidad de engancharme, lo cual es difícil en estos tiempos en que la capacidad de concentración va en descenso -la mía- y soy incapaz de leer enteros un artículo o una columna de opinión. Ya el otro día iniciamos una pequeña conversación sobre este tema -los de letras no tenemos nivel ciéntifico, mientras que los de ciencias pueden disfrutar de un libro. Bueno, bueno, querido amigo. Echa un vistazo a los científicos que te rodean; por favor. ¿Tienen ellos un alto nivel científico? ¿Cuántos se habrán leído On The Origin of the Species, que tú has mencionado? Ellos pueden disfrutar de un libro como nosotros podemos disfrutar de una nevera, del aire acondicionado, del coche… Es decir, tú, experto filólogo y amante de la Literatura -en serio-, cuando lees un libro lo destripas, lo comparas con otras obras que has leído, con el mundo que te rodea, con el pasado; y ves relaciones filológicas que a un «científico» se le escaparían, porque probablemente leen porque queda bien, para dormitar o para concentrarse mientras cagan. ¿Nos falta formación científica? Sí; pero también musical, deportiva, política y artística, y quizá más; pero no lo podemos abarcar todo. Así que a disfrutar de lo que te gusta.

  5. ¿Cómo que niegas la mayor? Yo, pa’ mí, que me estás dando la razón: la aspiración debería ser la que tú dices, la de ir a salto de mata, y no seré yo quien lo discuta; lo único que digo es que la mayoría de la gente «de letras» no le mete mano a nada que tenga que ver con bioquímica, matemáticas o fractales, por quedarme con los ejemplos que tú pones. Sin embargo, yo conozco a un tipejo de Matemáticas que está empeñado en doctorarse en Filología Hispánica. ¿Te suena? Pues eso.

  6. Ramón Soler Díaz en dijo:

    Bueno, don Eduardo, niego la mayor. Hay que volver a la Antigüedad y sencillamente ser aficionado a todo lo que te rodea, sea literatura, historia, ensayo, bioquímica, matemáticas, agricultura o poesía. Evidentemente uno no puede tener el mismo nivel de conocimientos en unos ámbitos que en otros, pero ¿y la curiosidad? ¿No es estupendo leerte una biografía de algún personaje ilustre, o entrever algo del misterio y belleza de los fractales, un libro de filosofía del arte y otro un novelón del XIX? Ir a salto de mata me parece lo más saludable.
    Un abrazo (estupendo el ratito que hemos echado de conversación esta tarde)

  7. No se trata de mero «conocimiento científico», sino de la aspiración a una formación lo má universal posible; y en ese sentido, no creo que se pueda discutir la influencia que los avances científicos y sus aplicaciones tienen en la vida cotidiana de todos y cada uno de nosotros (fíjate lo que estamos haciendo en este preciso instante), por lo que me parece que no estaría de más tener un mínimo conocimiento acerca de dichas cuestiones. Manque sea, como dicen los informáticos, «a nivel de usuario», que es el que, por otra parte, suelen manejar «los de ciencias» cuando pisan el terreno de «los de letras». Pero por lo menos pueden hacerlo y disfrutar de ello (sin la mediación con que la «lectura profesional» nos limita a los que nos dedicamos a esto), cosa que la mayoría de nosotros no podemos cuando nos enfrentamos a según qué temas.
    En cuanto a lo de que «cada cincuenta años aparece una nueva teoría explicativa del universo que invalida la anterior», sería posible plantear la misma objeción a la inacabable sucesión, no ya cada cincuenta años, sino cada quince minutos, de estilos artísticos, ¿no? Creo que el tiro no va por ahí, por lo menos en lo que a mí respecta; lo que me planteo es a ver por qué regla de tres va a ser más importante para una persona culta haber leído X, obra que todos coincidimos en considerar uno de los pilares de la civilización humana, que conocer la teoría (o la obra) Y, esta de carácter científico, que explica los orígenes de no sé qué fenómeno que a todos nos afecta, pero que también coincidimos en considerar materia solo de especialistas. Quiero decir: ¿cuántos de nosotros hemos leído El origen de las especies de Darwin o cualquiera de las obras en que se explican los fundamentos de la teoría de la relatividad, por irnos a los «clásicos» del asunto? Voilà.
    Por cierto, el Finisterrae tampoco es mal sitio para estar, voto a bríos.
    Un abrazo también para ti.

  8. Lo del conocimiento científico no lo veo yo tan imprescindible. A ver, cada cincuenta años aparece una nueva teoría explicativa del universo que invalida la anterior, con lo cual, conocer la anterior no era un requisito imprescindible para saber «de que va ésto». No digo que no haya que tener una idea general de lo que se cuece, pero no más allá. Platón o Kant, por decir algo, son imperecederos. Saber quien inventó la bombilla, pos vale …. Adviértase que lo dicho parte de una simplificación extrema del argumento.
    En cuanto a Orejudo, me parece un fenómeno. Me gusta su estilo engañosamente fácil, su coña marinera y las perlitas que nos endilga entre historia e historia. Y eso que el primer libro que leí de él, Fabulosas …. es el único que no me gustó. Los demás excelentes. Y Ventajas de viajar en tren, antológico. Mucho me gustaría estar en Málaga en la presentación, pero hállome en el Finisterrae. Un abrazo hawaiano.

Nos encantaría conocer tu opinión sobre esto…